viernes, 29 de octubre de 2010

"Si tuviera que elegir"

Una copa de cognac Remy Martin se abrigaba en la palma de mi mano. Era un gran loft en el epicentro del mundo, en la gran manzana que denosta a las demás urbes del mundo con sus desenfadados rascacielos y pululantes noches.
Una chimenea era testigo de cómo chisporroteaban y danzaban llamas y maderos en su vientre. La música de Ray Charles inundaba el ambiente.
Esther me miró con algo de sorna y coquetería, acercando su esbelto andar a mi relajado cuerpo, aún pasivo en aquel mullido bergere de cuero beige, que estaba al frente de aquella pira con vista a Manhattan.

La había dejado de ver hacía más de veinte años. Nos habíamos amado intensamente a esa edad en la cuál el único pilar importante de nuestras vidas es el amor. Lo nuestro había durado el tiempo suficiente para decirnos y demostrarnos cuánto nos amábamos y haber construido castillos ilusorios de vida futura juntos prometiéndonos, con la sangre de ambos mezclada en los pulgares, amarnos toda la vida.
Tenía entonces dieciséis años y era una princesa, mi princesa, de sonrisa perlada y fácil, positiva y feliz con todo, blonda cabellera que caía sobre sus hermosos hombros, una mirada que hipnotizaba todos mis impulsos briosos de los diecinueve años. Era mi todo.

Un tío de ella, que vivía en Estados Unidos, le consiguió una beca estudiantil, esas de intercambio, y una noche, que durante años no quise recordar, en el viejo aeropuerto de la ciudad que nos cobijaba, vi partir de mi vida a esa princesa arriba de un enorme avión ruidoso y pleno de luces parpadeantes rumbo al norte más lejano.
Obvio, se quedó allá. Hizo de ese país su hogar. La olvidé, o al menos, eso creí.

La soltería de años posterior fue motivo de chistes y burlas de mis amigos, y hasta provoqué algún ácido comentario de una tía vieja a mi mamá. No. Las heridas de mi corazón me habían impedido establecer nuevas relaciones, pese a que las oportunidades nunca me faltaron.

A los veintidós años decidí entrar en lo mío. Me apasionaba la historia y después de un par de semestres de excelentes calificaciones en Historia en la universidad de la ciudad, postulé a la carrera de Antropología en la prestigiosa Universidad de La Sorbonne en París.

Recuperé al mundo en mi mente juvenil y arrolladora. Grácil e inquietante halo el que rodea la exposición  desencarnada del pasado a un presente irrespetuoso y anhelante de saber y saber, sólo para meterlo en viejas enciclopedias, en miles de páginas de Internet y en textos diversos esparcidos por las bibliotecas del mundo. Pero, eso no me importaba, estaba en lo que siempre había soñado y mi vida empezó a teñirse de felicidad.
Vivía en Bobigny, un suburbio parisino plagado de artesanos de la vida. Músicos, escritores, poetas, profesores, historiadores y civistas de poca monta. Yo era uno de ellos.
Mariana participaba conmigo de las grandes aulas de esa tradicional universidad vecina al Odeon, detrás del barrio de Saint Michelle en el corazón bohemio de París. Con ella compartíamos algunos ramos comunes, ya que estudiaba paleontología.
Era hermosa. Su pelo castaño, su nariz respingada, sus bellos ojos color miel, su fantástica simpatía y alegría permanente y una figura que sólo podía tener una parisina de tomo y lomo, deslumbraron mi andar entre aula y aula. Nuestros cafés con trasnochados cigarrillos negros Parisiense, aquellos del tradicional paquete con los colores de la bandera francesa, se envolvían permanentemente de conversaciones sobre tumbas, faraones, chamanes y jeroglíficos.
Más  de algún cementerio remoto de Birmania estuvo en nuestra conversación de aquel frío día del mes de Febrero en que Mariana, sin tapujos, me dijo que estaba perdidamente enamorada de mí. Yo también.
Desde ese día no nos separamos más. Se fue a vivir conmigo a aquel pequeño departamentito de la periferia de la ciudad luz una semana más tarde. Llegó con maletas, bolsos, plantas, serigrafías heredadas de una colección de la era azul de Picasso y hasta una pareja de canarios en una hermosa jaula que colgamos en el pequeño balcón de nuestro nido de amor.
No nos casamos, simplemente decidimos caminar juntos en la vida.
Ambos nos titulamos en nuestras respectivas profesiones y aunamos nuestros conocimientos trabajando juntos en aulas y miles de lugares del mundo. Nos amamos en todos los rincones que escondían vestigios del pasado que pudimos recorrer en nuestra pasión por la antropología y la paleontología. Guatemala, México, Honduras, Egipto, Israel, Perú, Inglaterra y mil lugares ancestrales que nos provocaban ese ardor y armonía de vida por lo que compartíamos y que, felizmente, nos había unido para siempre.

El aeropuerto Kennedy de Nueva York se asemejaba a un gran cardumen de almas que corrían en diferentes direcciones y yo al medio, arribando por primera vez en aquella nada poética ciudad. Me sentí acorralado, extraño y ajeno a todo lo que me rodeaba.
Desde el mesón de Air France me derivaron a “Information” y de allí al “desk” de Yellow Cab, dónde después de un insoportable subir y bajar por escalas mecánicas, traspasar vidriadas puertas y esquivar a varios atolondrados pasajeros atrasados en busca de sus vuelos, pude arrellanarme en el asiento trasero de uno de esos clásicos autos amarillos, casi todos manejados por inmigrantes, en este caso por un árabe de turbante de nombre Abdul, que enfiló directamente al hotel de la calle Lexington.
-         Aló, Mariana?. Mi amor, ya estoy aquí. Pese a todo he llegado vivo a este horror de ciudad. ¡Es increíble! le alegué, ¡¡No sé cómo una conferencia de Antropología Latinoamericana y sus Vertientes ha de ser en este lugar?!!
Mariana dejo escuchar una sonrisa de complicidad por el otro lado de la línea, cinco horas de sueño más adelantadas que las mías y me alentó a reconciliarme con aquella detestable ciudad esa misma noche.
-         Ve a Tribeca, me dijo. Entiendo que allí está lo más cosmopolita de la ciudad y hay buenos restaurantes –no sin antes mandarme un beso y repetir un párrafo de aquella poesía de Neruda que nos había marcado el alma y el vino de nuestros casi doce años juntos.

Miré el reloj. Las ocho y media de la noche (una y media en Bobigny).
Caminar por Nueva York era una experiencia que no quería asumir. Otros catorce dólares en un taxi amarillo, conducido esta vez por un ruso, me llevaron desde Lexington y la cinco hasta el corazón de Channel Streeet, calle que le daba el nombre al mundialmente conocido barrio de Tribeca – triangle below Channel o triángulo bajo calle Canal.
Al bajar del auto amarillo, se presentó ante mi una impresionante calle que me dejó boquiabierto. Iluminada a más no poder, plagada de restaurantes, cafés, librerías, tiendas de marca, sex shop y galerías de arte, aquella calle marcaba de manera indeleble al mundo en el que vivimos. Plagada de gente (cómo todo Manhattan), mesas en las veredas, garzones invitando a  pasar, músicos ambulantes, vendedores de relojes y lentes falsificados, turistas y, probablemente, uno que otro ratero, le daban a ese lugar un áurea casi mágica, muy fellinesca sin duda.
Mientras caminaba mirándolo todo, mi vista se clavó en una bella pintura monocroma de marcado estilo renacentista que mostraba el rostro davinciano de un hombre con un grito en sus labios y horror en sus ojos. Me cautivó, y sin darme cuenta ya me encontraba al interior de la Galería sin despegar los ojos de aquella serigrafía.
Percibí a mi costado derecho que alguien se paraba junto a mí, también mirando la obra. En un muy bien pronunciado inglés y sin dejar de mirar conmigo aquel rostro en tono sepia dijo:
-         Es una serigrafía del detalle de una pintura realizada por un discípulo de Sandro Boticelli, Mascardi, Antonio Mascardi . Es muy vibrante, es casi cómo el grito de Munch y el delirante grito de los cuadros de Bacon…”
Esa voz…?; Esa voz…!!
Primero con el rabillo de mis ojos, después girando la cabeza.
Aquella voz profunda y sensual provenía de una mujer de mediana edad, hermosa, distinguida, de sonrisa perlada y rubio cabello.
Sus ojos se clavaron en los míos y los míos en los de ella. Eran unos ojos intensos y llenos de vida. Nos reconocimos al instante.
Era Esther. Mi primer sueño húmedo, aquella mujer que muchos años atrás me hizo deshojar cientos de margaritas, aquella que me rompió el corazón en mil pedazos y con quién soñé tantas veces en mis años de soledad y ascetismo autoimpuesto.

No sé cómo se dieron las cosas en las siguientes horas. Mil palabras, mil miradas, mil sensaciones, no lo sé. Pero allí estaba yo en su loft, con un congnac y con una mujer especial que aún amaba.

       -    Bastián, no te he olvidado en todos estos años. Siempre sentí que entre nosotros
            quedó algo pendiente, algo inconcluso.
-         Lo sé mi princesa, le dije mirándola, contemplándola, anhelándola. De pronto, todo era igual al pasado.

Se acercó y besó la comisura de mis labios y acurrucó su cabeza en mi regazo.
-         ¿Será aún nuestro tiempo Bastián?, dijo ella con su rostro hundido en mi pecho, dónde mi corazón latía cada vez más de prisa.
-         Te amé cómo a nadie… Susurré con remordimiento.

La abracé fuerte y dejé que mi ser llenara su boca de miel y pasión. Frutos aromáticos y turgentes brotaron de nuestros cuerpos entrelazados, los que cayeron y rodaron por esa mullida alfombra blanca. Esos besos postergados bajaron a sus hombros, mientras mi mano desabrochaba su blusa, y encontraron sus dulces y jugosos botones primaverales erguidos, rosados, duros. Ella y yo habíamos esperado ese mágico momento de entrega sin tapujos que el destino había truncado por más de veinte años.
Hicimos el amor dulce y salvajemente, en honor a las edades de nuestras debilidades pretéritas y presentes. Nuestros cuerpos desnudos sudados se resbalaban el uno del otro, sus labios permearon el más juvenil de mis lívidos, sus caderas se acoplaron a mi en una dimensión inesperada y mis manos fueron esa noche esclavas artesanas del arte de amar.
La dulzura de una entrega absoluta nos envolvió en un sueño profundo en aquella enorme cama frente al puente de Brooklin mientras despuntaba el alba de la ciudad que no da treguas.
Desperté temprano y sin sorpresa, miré el cuerpo desnudo de Esther a mi lado. Ese ser racional afloró repentinamente. ¡Dios mío!, ¿qué había hecho?.
En mi mente se agolparon, cómo en una sinopsis cinematográfica, imágenes de mis años de amor con Mariana, mi mujer, mi pareja, mi compañera. Llanuras verdes del valle del Rhin, campos plenos de magnolias, crisantemos y lirios de la Bretaña, encuentros con el arte y la historia compartidos se revolcaban en mi cabeza aún aturdida. Junto a mi, Esther dormida, mi gran amor, aquella que había partido mi alma, se había entregado sin dilación a un retorno puro, frenético, sin condiciones.
       
           "Bastián, estoy segura que tú y yo nacimos para ser uno sólo. El destino estaba predeterminado para que ambos nos encontráramos".
Decía Mariana en mi mente
           "Bastián, mi amor, hace años dejamos algo inconcluso y el destino nos volvió a unir en su eterna sabiduría".
Argumentaba a su vez Esther en mi cabeza.

Me levanté y me dirigí a la cocina. Un deslavado café americano filtrado me quemó la garganta y me devolvió algo de la cordura que sentía muy distante en ese momento.
            "Ay mi Dios, no sé lo que haría si tuviera que elegir…amo a Mariana por toda nuestra historia, por lo construido, por su belleza, por su extraordinaria sensibilidad, todo… y siempre amé a Esther siempre la anhelé, amé su pasado, amo su presente, ese gran amor inconcluso está de vuelta, amándome cómo siempre…"

Retorné a París dos días después a compartir besos dulces y magnolias, ancestros y osamentas con mi Mariana hermosa, dulce, amada. Ella me hacía infinitamente feliz
Las conferencias y seminarios en Nueva York se sucedieron con mayor frecuencia desde ese día, amparadas en la piel y los mágicos poros de amor de mi Esther. Ella me hacía infinitamente feliz

Elegí. Elegí a las dos. Elegí a esos dos mundos.
Elegí por mí.

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